30 marzo 2013

El país que no existe

A veces cuando traspasas una puerta no sabes que dejarás un mundo atrás. La lluvia y el silencio invernal de Londres se desvanecieron en el instante en el que entramos al sitio. A veces no sabes lo que puede ocurrir con el sencillo acto de presionar una manija hacia abajo y dejar que una puerta se abra para mostrarte un mundo. A veces no sabes lo que puedes conseguir cuando te aventuras unas calles más allá o tomas otra ruta de autobús diferente a la habitual. Antes de entrar al lugar dudé un poco: ¿y si nos miran? ¿y si saben que no somos como ellos? ¿Me verán los hombres porque no llevo velo? Pero aún así, más allá del interrogante, igual nos aventuramos. Aunque H estaba tranquilo.

Ya dentro varias personas esperan  a ser sentadas. El lugar lleno, ruidoso, voces que se solapan. Mucho movimiento. “Mesa para dos” le respondo al mesonero que me pregunta y nos lleva a un lugar al fondo, al lado de dos chicas: una turca y otra asiática. Vemos los platos humeantes sobre sus mesas, repletos de comida. H y yo nos vemos las caras y con los ojos nos decimos que la comida luce deliciosa. De la pared cuelga una hermosa foto de un lugar que no reconozco. ¿Qué lugar de Turquía será? Me pregunto. Ya varios días con el deseo de visitar Estambul, la antigua Constantinopla, parte de la antigua ciudad de Bizancio. Así que nos aventuramos a esa zona de la ciudad donde los ingleses son escasos y resalta la gente con facciones turcas. A cada a lado de la calle, se ven pequeños comercios del medio oriente, de esa parte del mundo que conozco tan poco y que de alguna forma no está “mapeada” en mi mente. Como siempre me ocurre, me atrae lo desconocido, lo que nunca logro asir totalmente.

Con el menú en la mano empezamos a descifrar el nombre de los platos y husmeamos la mesa de al lado para ver qué podemos pedir. Todo el lugar huele a parrilla. Es un restaurante de kebab. Los mesoneros gritan en lo que yo creo que es turco. Aunque prácticamente no como carne roja, la idea de comer un poco de pollo asado me apetece. Y seguimos viendo el menú donde se leen platos con porciones de berenjenas y humus. El mesonero nos sonríe y nos escucha pacientemente. Anota todo y se va. Al instante la chica de al lado empieza a hablarnos. Nos cuenta que entramos en el mejor restaurante de la zona. Y que esta es la mejor comida que se puede comer por aquí. Y con mis ganas de saber más sobre Turquía le pregunto si es ella es turca.
 - No, soy de Kurdistan.
Al escuchar la última sílaba del nombre pienso que su país, posiblemente está en conflicto. Y ella continúa explicándome: “Desafortunadamente mi país está invadido por varios países” dice. Me quedo sorprendida. Saca su teléfono y me muestra unas preciosas fotos de su Kurdistan y me dice que es un lugar montañoso. Me recuerda a Mérida, en Venezuela. Le pregunto cuántos años tiene en Londres y me dice que trece años. Le pregunto si quiere regresar y me dice:

- Cuando sea un país democrático me gustaría regresar, sí.

Sonrío y pienso en Venezuela. Luego me muestra un mapa de su país, y los países que de acuerdo con ella lo tienen invado. Sobre el mapa se ve su bandera. Se me encoje el corazón al ver su mapa. Pienso que su país no existe, al menos en los mapas, al menos en la descripción de Wikipedia. Pero para ella sí. Pienso en la necesidad de la identidad, la necesidad de pertenencia. Los temas que nos planteamos cuando estamos lejos del propio país. Pienso en las fronteras, en la necesidad de demarcar un territorio, en todas esas veces en que dibujé el mapa de Venezuela y su bandera. En todas las oportunidades en que nunca dudé de pertenecer a un país.

La chica me explica que ahí lo que sirven es comida de Kurdistan, que no es comida turca. Es decir, su comida. Ella se siente orgullosa. Por un momento Londres se desvanece y afuera hace calor. Estamos en el oriente medio. Miro a mí alrededor. Es otra ciudad. Un niño vestido con un traje típico. Más allá una mujer con velo. Los hombres con sus cabellos ensortijados. En una mesa una gran familia asiática se entrega a comer. El mesonero nos trae los cubiertos y con la mejor de sus sonrisas me dice que me trajo un cuchillo especialmente pequeño para mí.

No me siento extraña ya. Vaya, me siento bien. Y la comida llega y está deliciosa, hecha a la parrilla, con sabor casero. Un simple arroz sabe a gloria, el pollo en cuadros, exquisito. Un tomate horneado, un chile verde coronando el arroz. Viene la crema de berenjena con tomate, el pan turco (¿o kurdo?) asado, la sencilla ensalada verde con su rica vinagreta. De beber me llega el yogurt amargo que pedí. Tan sencillo y tan sabroso. Mientras comemos la chica me cuenta sobre su país. Y veo con curiosidad que le llega un té. Y claro, a probar ese té después. Su amiga asiática se desinhibe y nos cuenta que es de Indonesia y riéndo nos dice que mejor no vayamos a Kurdistan, porque todas las noches es Nuevo Año (refiriéndose al sonido de las bombas que caen cada noche). La chica kurda le dice que deje de fastidiar, medio riendo, medio en serio. Y la chica de Indonesia no para de reír. En eso llegan dos chicos amigos de ellas. Uno de ellos también de Kurdistan y el otro de Somalia. Todos somos extranjeros. Cuando decimos que somos de Venezuela, el chico kurdo me dice que veía la novela Cassandra, vaya el tamaño del mundo. Y también veía Marimar, aunque le digo que esa es de México. Descubro que en Somalia también comen caraotas y el chico me lo dice con un perfecto inglés británico. Me pregunto cuál será la historia de cada uno y cómo y por qué llegaron aquí.

Por un rato reímos y hablamos. La pasamos bien. Me llega mi té que sabe a gloria. Un digestivo maravilloso. Y así el mesonero discretamente nos hace saber que hay gente esperando por mesa. Sorpresivamente la cuenta resulta muy económica. Más tarde en un café un poco más allá, me como una deliciosa baklava y H un café con leche. Recuerdo la panadería de San Antonio de Los Altos, llamada Beirú, mientras estamos en el café. Nos vamos a la casa con el corazón contento y con ganas de volver.

Y así fue cómo me enteré de Kurdistán, el país que no existe. Y también supe que a los gay los matan en Somalia, pues me lo dijo H, así que el chico somalí no puede regresar a su país. Y así muchos países se desvanecen en sus propias sombras.