Falta poco para el fin de año. Es extraño, no lo siento. Para mí últimamente ha sido como un uniforme pasar de los días, entre los cuales el invierno se ha colado. He extrañado Londres mucho. Extraño esa creatividad desbordada por todas las calles, su extraordinaria extravagancia, sus personajes con sus raras vestimentas, sus ventanas elocuentes, su apariencia vieja, sus misteriosas calles oscuras, sus casitas de ladrillos, sus innumerables cafés. Pocas ciudades en el mundo deben ser como Londres. Cargada de infinitas historias y que cambia en cada recorrido.
Cuando vivía en Londres a veces daba clases de español. En una ocasión la agencia para la cual trabajaba me mandó a darle una clase a una señora estadounidense. El día de la lección Google maps me plantó frente a una casa en Sloane Square, un elegante barrio londinense. Era una linda “terrace house”, de tres o cuatro pisos, perfectamente mantenida, como todas las de la zona. Me alisé mi vestimenta y me pasé una mano por el cabello para poner en orden mi peinado. Vi mi reflejo en el vidrio. Aprobé mi imagen y toqué el timbre.
Me abrió una señora de servicio quien me llevó al salón de la casa, subiendo por unas escaleras. El salón estaba bellamente decorado, con buen gusto. Unas flores adornaban la mesita de té y libros de arte, literatura y fotografía se podían ver en algunos rincones. Por los grandes ventanales que daban a la calle entraba la difusa luz de la ciudad, iluminando la estancia. En una sofá elegante, de esos tapizados al estilo Luis VX, estaba sentada una señora con las piernas juntas e inclinada hacia adelante. Se quitó los lentes al verme. Me relajé cuando la vi. Parecía simpática. Me invitó a sentarme y de inmediato me preguntó si quería algo de tomar, agua, té o café, una pregunta típica en cualquier casa inglesa. Pedí té con leche y no se hizo tardar. A los minutos, junto a mis papeles, colocaron una linda taza de porcelana con un detallado diseño de flores, la azucarera de plata y una sencilla jarrita con leche. Luego de presentarme comencé la clase. Avanzamos fácilmente por la lección. Era una alumna inteligente y receptiva.
Ya hacia el final comenzamos a hablar de otra cosa. Le pregunté si le gustaba Londres, una pregunta que siempre me gustaba hacer y que daba paso a interesantes conversaciones. Los ojos se le llenaron de nostalgia. Traté de disimular mi sorpresa. Esa señora, ahí sentada en la sala, que podía vivir en cualquier parte del mundo a juzgar por el lugar donde vivía, sentía nostalgia. Me contó que a su esposo lo habían mandando a Londres a abrir un bufete de abogados. Y que no podía decir que no. Tenía ya algunos años viviendo ahí, pero todos sus amigos y su familia, incluida su hija, vivían en USA, en el norte, si mal no recuerdo, cerca de Boston.
Extrañaba mucho a su familia. Me contó que estaba aprendiendo español porque su yerno era cubano. Su hija se acababa de casar con él. Estaban de viaje en algún país exótico. Una sombra de preocupación surcó sus ojos. Yo le dije que me alegraba mucho, “imagínese, poder hablar español con su yerno, que bueno. Y que interesante que su yerno fuera cubano”. Ella continuó un poco más. Su preocupación era que era cubano. “You know, a cuban. I am a little worried”. Le pregunté a qué se dedicaba él. Me mencionó que estudió con su hija, en la misma universidad, alguna famosa, y su carrera era algo relacionado con ciencias. Y que ahora vivían en un país exótico porque estaban haciendo una especie de trabajo de grado. Empecé a hablarle un poco del mundo latino, de que no tenía nada malo que su yerno fuera cubano, que era excelente conocer otras culturas, que seguramente él era una excelente persona, que no había de qué preocuparse.
Le hablé de Latinoamérica, de todos los lugares fabulosos que iba a poder conocer, de sus paisajes variados, de las playas, de su comida, de su música. Me decía que además de eso quería regresar a USA para estar cerca de sus seres queridos. Mientras la escuchaba me sentí maravillada por haberme identificado con ella en cuanto a la nostalgia. La entendí completamente. A pesar de que Londres siempre ejercía ese extraño hechizo sobre las personas, que hacía que todos la amáramos, al mismo tiempo había algo en ella que hacía que la nostalgia se exacerbara. Le dije que me encantaba Londres y en eso, claro, coincidimos también. Y para mi sorpresa me contó que muchas veces su esposo y ella tomaban uno de los típicos autobuses rojos londinenses, se montaban en el segundo piso, y desde ahí, sin destino conocido, se dejaban llevar a cualquiera de sus rincones. Terminaban siempre asombrados con las curiosas cosas que veían y con los innumerables matices de Londres. Ella que fácilmente podía andar en un carro elegante junto a su marido, prefería mezclarse con la gente y con el frenesí londinense. ¿Y es que quién se puede resistir al embrujo de la vieja y mimética Londres?
Terminé mi té, que ya estaba un poco frío y lentamente recogí mis cosas. No quería irme. Me hubiera encantado quedarme a hablar un poco más con esa señora. Intuí que también ella así lo hubiera querido, pero la clase había terminado. Me despedí alegre de haber conocido a esa señora y una vez más me encontré caminando por las calles de esa extraña ciudad, admirando su hermosa arquitectura, pero eso sí, ese día mi nostalgia se hizo un poco grande.